El Canal de Isabel II: centralista, opaco y excluyente
LUJO URBANO, ABANDONO RURAL
Llevo años observando cómo se gestiona el agua en la Comunidad de Madrid. Y cuanto más lo analizo, más me cuesta entender cómo una de las regiones más ricas de España puede seguir tolerando que existan pueblos sin acceso regular al agua corriente. No porque no haya tecnología. No porque estén aislados. Sino por pura negligencia institucional, estrategia electoral y una lógica de exclusión profundamente clasista.
El Canal de Isabel II, esa empresa pública que tantas veces presume de eficiencia y sostenibilidad, sigue funcionando con un modelo propio del siglo pasado: centralista, opaco y excluyente. Mientras sus responsables sacan pecho por beneficios netos de 154,7 millones de euros en 2023, muchos municipios siguen sin una red de agua moderna ni previsión de mejora.
Valdemorillo: la excepción con suerte… ¿o con votos?
Pongamos un ejemplo: Valdemorillo. Desde 2021, este municipio del noroeste ha conseguido firmar convenios millonarios con el Canal. Nada menos que 47 millones de euros en inversiones para renovar redes en 12 urbanizaciones históricas. A eso se suma el proyecto de Las Mojadillas, con más de 7 kilómetros de tuberías nuevas y 1,64 millones de euros extra. Todo ello dentro del Plan RED, ese marco estratégico que, en teoría, busca modernizar el sistema de abastecimiento madrileño.
NO ES UNA CUESTIÓN TÉCNICA: ES POLÍTICA
La diferencia entre Valdemorillo y esos otros pueblos no es la geografía. Ni siquiera es el tamaño. La diferencia está en el peso político y económico. Valdemorillo tiene urbanizaciones potentes, presión vecinal organizada, y una posición estratégica para cualquier gobierno que quiera asegurarse cierta fidelidad electoral. Los pueblos pequeños, en cambio, no tienen capacidad negociadora, ni departamentos jurídicos potentes, ni el altavoz mediático necesario.
Y así, lo que debería ser un derecho universal —el agua potable— se convierte en una moneda de cambio. Un privilegio que se negocia. Una infraestructura que llega primero a quienes pueden pagar, presionar o alinearse políticamente.
¿QUÉ HACE MIENTRAS TANTO EL CANAL?
Pues vender edificios. Literalmente. Uno de los movimientos más sonados de los últimos años ha sido la venta del emblemático inmueble en José Abascal 57, por 13,3 millones de euros. Un edificio público que podría haberse destinado a sedes de servicios, espacios vecinales o incluso inversión en digitalización de redes rurales. Pero no. Se vendió sin un plan claro de reinversión, despertando sospechas de especulación más que de servicio público.
Todo esto ocurre mientras el Canal sigue arrastrando deficiencias en sostenibilidad, con avances mínimos en digitalización, y una gestión que prioriza lo rentable sobre lo necesario.
¿DE VERDAD ESTAMOS EN EL SIGLO XXI?
Me cuesta aceptar que, en 2025, aún haya pueblos donde el agua no llega por tuberías. Donde los vecinos siguen dependiendo de pozos, cisternas o redes obsoletas. Me cuesta más aún cuando leo las cifras de beneficios del Canal. Y me indigna que se sigan diseñando planes estratégicos sin una hoja de ruta clara para la integración de esos pueblos en el sistema regional.
Porque no hablamos de lujo. Hablamos de dignidad. De algo tan básico como abrir un grifo y que salga agua potable, limpia, segura. Dejar fuera a municipios por ser pequeños o por no firmar convenios es condenarlos a un segundo plano estructural. Es mantener viva una brecha territorial que solo debería existir en los libros de historia.
EL AGUA ES UN DERECHO
El Canal de Isabel II, como empresa pública, tiene la obligación legal y moral de actuar con criterios de equidad. No puede seguir comportándose como si fuese una empresa privada que elige dónde invertir según lo que va a sacar a cambio. No puede seguir olvidando a los pueblos mientras moderniza hasta el último rincón de urbanizaciones privilegiadas.
Si de verdad quiere preservar su legitimidad, el Canal necesita un cambio radical de enfoque. Una estrategia inclusiva. Una inversión decidida en pueblos históricamente marginados. Y, sobre todo, una política del agua que no dependa de la capacidad de negociación de un alcalde o del tamaño de una urbanización.
Porque el agua no puede seguir siendo un privilegio negociado. Es un derecho básico. Y debe llegar a todos los rincones de la Comunidad de Madrid, sin excepción.
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